I


¿Lo que hay en el Más Allá? No, disculpe; usted no sabe, no tiene ni la más remota idea de lo que sucede después de morir. Y yo sé lo que le digo, he estado allí. Puede creerme o no, tacharme de profeta o de loco, pero eso no va a cambiar nada. Sé de qué le hablo. Escribo estas líneas cuando apenas han pasado unas horas desde que lo vi y ya nada será para mí como antes. Quizá para usted tampoco..., tras leer esto.

Todo empezó hace tres días; tres días que a mí se me han hecho eternos. Lo recuerdo perfectamente. Era el veinte de septiembre, el día del cumpleaños de mi amigo Anastasio. Me llamó diciéndome que iba a mostrarme algo especial, algo que sólo él había contemplado, pero que tendría que ir hasta su lugar de trabajo y pasar la noche. Eché algo de ropa en una pequeña mochila y me desplacé hasta allí.

Estaba anocheciendo y el cielo se teñía de un color rojizo—violáceo que aparecía y desaparecía entre las grietas de las nubes que competían animadas por el viento y el crujir de las ramas y hojas de los árboles, observadas seguramente por las criaturas que, aún ocultas, se pertrechaban para efectuar su ronda nocturna. Cuando llegué al cementerio, Anastasio me estaba esperando en la entrada, cubierto con su gabardina y su sombrero del mismo color, un gris oscuro que alguna vez fue negro intenso. Bajé del coche y fui a felicitarlo pero, a dos pasos de él, me quedé petrificado, sin poder extender la mano, con la boca abierta y las pestañas inmovilizadas. Sí, era mi amigo, aunque más viejo: su frente estaba surcada de arrugas, su pelo empezaba a blanquear, se le veía más enjuto, lánguido... Iba pensando en darle veintisiete tirones de orejas y ya no sabía si tirarle cincuenta o cincuenta y cinco veces.

—¿Anastasio? ¿Eres..., eres tú, no? —le pregunté, a pesar de tener la certeza de que sí era él.

—Claro, tronco, yo, el de siempre, pero ya ves. Muy fuerte, ¿eh? —contestó, y creí percibir un deje cómico en su respuesta.

—Pero... —durante unos segundos las palabras se quedaron pegadas a mi lengua—, ¿qué coño te ha pasado? Bueno, antes de que se me olvide, felicidades..., creo —dije, aún desorientado y aturdido.

—Sí, gracias. Ahora te lo cuento. Ven, pasa; vamos a tomar algo que he comprado para celebrar que cumplo... —una risa inaudible escapó de entre sus dientes—, veintisiete, ¿no?

—Aunque bien podrían confundirnos con padre e hijo...

—Venga, vamos a mi choza. Aquí hace frío.

La conversación me pareció algo extraña: yo, absolutamente asombrado, sin saber exactamente qué decir y sin entender nada; él, con su aspecto y esa voz, ese tono..., como si le hiciese gracia el estado en que se encontraba y, lo peor de todo, como si no le importase, como si le resultase totalmente indiferente.

Atravesamos las puertas metálicas del cementerio y Anastasio se detuvo un momento para cerrarlas. Allí trabajaba desde hacía cuatro años, cuando desapareció el anterior enterrador una mañana de diciembre, la misma mañana en que apareció un anciano raquítico sepultado a medias en una fosa que había sido preparada para un inquilino distinto. El caso quedó archivado hace un par de años y aún es un misterio lo que sucedió, aunque yo, ahora, tengo una ligera idea de lo que pudo ocurrir... Anastasio consiguió el trabajo fácilmente; de hecho, fue la única persona que solicitó el puesto, la única que se atrevió a hacerlo después de que comenzaran a circular rumores de que el cementerio estaba maldito. Con ese trabajo tenía un sueldo, una casa —una pequeña construcción anexa al cementerio— y todo el tiempo libre que le dejaban las tareas de mantenimiento y los cadáveres que le pedían sepultura; tiempo que era bastante, y no sé si para bien o para mal, porque se aficionó a la botella y a la pipa.

Entramos en su casa. Nos sentamos en un viejo y raído sofá de tres plazas con incontables máculas y agujeros diminutos. Yo ya estaba impaciente por escuchar la explicación de Anastasio sobre su estado físico. Una pequeña mesa, con algunos periódicos pasados y varios libros de terror, se interponía entre nosotros y una puerta que daba a una destartalada cocina. A la izquierda de ésta, otra conducía al aseo, rutilante si lo comparamos con la salita. En un ángulo de ésta había un armario con estanterías sobre las que descansaban libros, comics y una radio; en otro rincón, olvidada, yacía una televisión que raras veces inundaba con sus imágenes la estancia. A la derecha del sofá, una puerta daba al exterior del cementerio. Las paredes de la salita estaban cubiertas de pósters y recortes de revistas: en unos aparecían monstruos y criaturas de ficción; en otros, grupos musicales en plena acción, agitando sus instrumentos y sudando, expresiones inertes. En el techo, una bombilla desnuda iluminaba, balanceándose, la estancia y en una esquina una araña construía su imperio.

Anastasio se levantó, entró en la cocina y salió con una bandeja de dulces y repostería, unas botellas, vasos, cubitos y su pipa. Se comportaba igual que la semana anterior, cuando aún tenía su pelo negro como el petróleo y una piel sin desniveles, aunque se le notaba más fatigado, más cansado. Pero ese atisbo de sonrisa entre los labios...

—Bueno, cuenta —le dije, incapaz de estar más tiempo entre ascuas.

—Vale, pero primero celebramos mi cumpleaños. ¡A devorar, chaval! —dijo, y se lanzó a engullir pasteles, uno tras otro. Yo no entendía su actitud, pero en mi estómago dos leones peleaban, así que, como daría lo mismo enterarme media hora antes o después, imité a mi amigo.

Una vez hubimos saciado con exceso nuestro apetito, nos recostamos en el sofá, yo con las manos sobre la barriga. Anastasio encendió su pipa y comenzó a narrarme, entre virutas de humo, lo que le ocurrió, con ese indicio de sonrisa... Me limité a escuchar sin interrumpirle una sola vez. Su relato no puede decirse que fuese ordenado y rico en detalles; tampoco completo pues, según me dijo, por cierta circunstancia ajena a su voluntad, no vio todo lo que podría haber visto. De todas formas, básicamente comprendí lo que quería decir. Cuando concluyó, lo único que pude decirle fue que tenía un imaginación muy retorcida y que hiciese el favor de contarme la verdad.

—Te estoy contando la cruda realidad —me respondió—. ¿Cómo te explicas, si no, mi aspecto? —añadió, cogiéndose la cara con una mano, apretando y moviendo la cabeza a los lados.

—Sí, pero si fuese cierto, y no digo que lo sea, ¿te das cuenta de lo que eso significaría? Lo siento, pero es demasiado macabro, demasiado perverso...

—¡Ya lo sé, joder, ya lo sé! —gritó—. Pero es lo que hay —dijo, con un tono quedo y una mirada vaga y ausente.

—Lo siento, Anastasio, de veras, pero es inconcebible. No puedo creerlo, simplemente; es algo que va más allá de toda lógica. Además, ¿a qué creador, si hay alguno, se le habría ocurrido semejante idea? ¿Sabes? Es un locura, yo de...

—Vale, vale, espera —me interrumpió—. Me dijeron que podía volver cuando quisiera. Puedo ir y preguntar si es posible ir acompañado. Quizás no les importe; de hecho, creo que les dará lo mismo, al fin y al cabo..., pero tengo que asegurarme. ¿Te atreverías a venir conmigo para comprobarlo tú mismo?

—Claro, desde luego que sí. Si es cierto tengo que verlo.

—¿En serio? —dijo, lanzándome una mirada que decía: yo creo que no tienes huevos—. Entonces espérame aquí. Ahora vengo — y acto seguido salió de la casa cerrando tras de sí la puerta.

Yo me quedé allí sentado, dándole vueltas a todo lo que acababa de escuchar. Sí, tengo que reconocerlo: llegué a la conclusión de que Anastasio había perdido la cordura. Tanto tiempo solo, la bebida, el humo, esos libros de terror... Don Quijote no era el único que había perdido la cabeza por meterse demasiado dentro de sus libros. Supuse que lo mejor sería seguirle la corriente y, cuando no ocurriese nada de lo que él esperaba, explicarle lo que le pasaba. Aunque, por otra parte, quizá él creyese verlo realmente. De cualquier modo tenía que hacer algo, no podía dejar que perdiese definitivamente la razón.

En cuanto al envejecimiento que había sufrido, recordé que un susto muy grande, algo que cause un impacto muy fuerte, puede desencadenar en el organismo una reacción que provoque una aceleración en su desarrollo, lo cual no era muy difícil en el caso de Anastasio, teniendo en cuenta que se pasaba bebiendo y fumando gran parte de su tiempo libre y en ese estado de alteración de sus facultades... Quién sabe, quizá salió una noche a pasear por el cementerio y algún animal le pegó un buen susto.

Estuve esperando. El tiempo pasaba y no volvía, así que cogí la pipa que dejó sobre la mesa y le di un poco de vida. De pronto comenzaron a salir de la cocina zombis, muertos que caminaban con jirones de carne colgando de sus cuerpos, murmurando sonidos incomprensibles, fluyendo crúor por sus bocas, agitándose convulsivamente, arrancándose putrefactos trozos de carne y dejándolos caer al suelo, quedando el cuarto inundado de esas criaturas. Todas me contemplaban. Se dividieron en dos grupos, dejando frente a mí un pasillo al final del cual estaba mi amigo, que ya no aparentaba ser un hombre en los cincuenta, sino que era un abuelo esquelético cubierto de harapos que me sonreía mostrando sus escasos y pútridos dientes y me decía entre purulentas burbujas sangrientas que manaban de su boca y sus fosas nasales:

—Muy bien, chico, blubpfffbluub, mis hermanos y yo tenemos hambre, ¿sabes?, blubpfffblub. No nos gustan demasiado esos pasteles —señalando con su descarnado dedo índice la bandeja sobre la mesa—, así que si no es mucha molestia blubpfffblub vamos a hincarle el colmillo a tu hígado y a tus riñones.

—¡Y al sabroso corazón! —bramó una garganta o, más bien, lo que quedaba de ella.

—¡Y al jugoso cerebro! —añadió otra.

—Bueno, en realidad —prosiguió el que definitivamente ya no era mi amigo—, lo único que blubpfffbluub no queremos son tus huesos porque...

—Eso es miseria —susurró, interrumpiéndole, alguno de sus hermanos como si confesase un secreto.

—Exacto —concluyó, y alzó una hoz sobre su cabeza, dejándola caer sobre mi costado. Fue la señal: la caterva de zombis se abalanzó sobre mí como si se tratase de una jauría de carroñeros. A fin de cuentas, eso es lo que eran. Hubiese preferido expirar al instante, pero no siempre ocurre lo que uno desea. Notaba decenas de garfas clavándose en todas las partes de mi cuerpo a la vez, desgarrándolo, y, sobre todo, noté una que se introdujo a través de la brecha abierta por la hoz y me extirpó, sin ninguna delicadeza, el hígado. Durante unos segundos pude ver cómo Anastasio aproximaba su hórrido rostro al mío, interponía entre ambos mi hígado y lo mordía, ofreciéndomelo mientras me decía:

—¿Quieres, chico? Tranquilo, dentro de un rato tú también estarás hambriento —y una sepulcral carcajada restalló en mis oídos—. ¿Sabes? blubpfffblub a veces yo también siento náuseas y ganas de blubpfffblubb vomitar cuando veo todo lo que...

Un golpe me despertó. En mi pecho alguien tocaba a toda velocidad el tambor. Una maldita pesadilla. Anastasio había vuelto de donde diablos quisiera que hubiese ido. Miré el reloj: había estado cinco horas fuera y yo algo menos durmiendo. Se sentó junto a mí con esa sonrisa que me provocaba un ligero estremecimiento y observé que ahora parecía más viejo, sus ojos aparecían más hundidos en sus órbitas, su columna estaba algo más encorvada, las arrugas del rostro se veían más profundas, más viejas... Yo no salía de mi asombro pero, justo entonces, una idea apareció en mi mente como un rayo: una broma. "Todo esto no es más que una pesada y jodida broma, un montaje. Todo encaja: ¿por qué no ha llamado también a David —un amigo junto con el que formábamos el trío de los inseparables, compañeros de combates desde pequeños— para celebrar su cumpleaños? Muy fácil: porque trabaja con la compañía de teatro del pueblo como maquillador y no puede estar aquí si tiene que modificar el aspecto de Anastasio". Iba a seguirles el juego.

—¿Y bien? —le pregunté, enarcando las cejas.

—Me han dicho que sí, que ningún problema, pero tengo que recordarte unas cosas: juegan ellos, nosotros seremos simples espectadores. Podemos mirar, hablar, preguntar, reír, gesticular, saltar..., pero nunca, en ningún caso, nos está permitido tocar nada de lo que haya sobre el tablero. Ya sabes que si infringes esta regla regresarás otra vez aquí. ¿De acuerdo?

—Claro, claro, es sencillo —contesté, pensando que esta pareja tenía una mente muy imaginativa y retorcida para gastar bromas.

—Pues venga, vámonos.

—¡Eh, un momento!

—Dime.

—Tú fuiste y has envejecido, así que si vas otra vez envejecerás más, ¿no? —pregunté.

—Ajá —se limitó a decir.

—Y yo también lo haré, ¿no?

—Exacto.

—¿Y no te importa hacerte más viejo? Quiero decir que podrías regresar incluso con unos ochenta o noventa años...

—Je, je... ¿Tú crees que eso me puede importar después de saber lo que sé? —y su mirada, ese destello en sus ojos al responderme, me inquietó, no sé por qué..., si todo era una broma—. Anda, vámonos.

Anastasio cogió un par de linternas, apagó las luces del cuarto y salimos fuera. La noche había crecido, el cielo estaba totalmente cubierto de nubes acosadas por potentes ráfagas de viento y la espesa niebla impedía ver con claridad más allá de cinco metros. Echó a andar y yo le seguí de cerca, tratando de observar detrás de los árboles y las tumbas; sabía que en cualquier momento David saldría de cualquier recodo con un aspecto horroroso y saltaría sobre mí gritando, o haría algo por el estilo para darme un buen susto.


II


El cementerio es bastante grande, puesto que en él se da sepultura no sólo a la gente fallecida del pueblo sino también a la de otros pueblos vecinos.

Está formado por dos partes bien diferenciadas, una antigua y otra relativamente reciente. La zona antigua está constituida por cientos de tumbas, los sepulcros clásicos: fosa excavada en el suelo y lápida con epitafio. A esta parte Anastasio la denominaba "residencia de los ancianos", pues allí yacen los primeros ocupantes de los pueblos. La zona moderna está formada por tumbas similares y decenas de inmensos muros con una especie de celdas, nichos en los que se incrustan los ataúdes, tapados con una pequeña lápida en la que, además del epitafio y flores, suele haber una pequeña foto con el rostro del difunto que allí reposa. Además de estos muros, también hay panteones familiares, propiedad de gente más o menos pudiente, entre los que se puede ver de todo: desde los más sencillos, con una sola estancia, hasta los más suntuosos, compuestos por varias habitaciones elegantemente decoradas con objetos valiosos e imágenes de santos. La verdad es que siempre he considerado todo eso como algo absurdo pues, por mucha que sea la parafernalia que rodee la tumba, el muerto no va a estar más cómodo. Ahora no lo considero absurdo, sino risible.

La zona antigua está separada de la moderna por una herrumbrosa y oxidada verja de hierro cubierta por tupidas enredaderas y otras plantas trepadoras que, en opinión de Anastasio, dan a esa zona un aire de solemnidad e intimidad. En mi opinión, intimidan al eventual visitante. De todas formas, hoy día, salvo algún que otro curioso, casi nadie entra en esta parte del cementerio.

Por el camino que llevábamos supuse que nos dirigíamos a la parte arcaica y yo, entre el silencio de mi amigo y el rumor de la noche, me estaba empezando a poner nervioso. ¿Qué quiere que le diga? Había estado antes en casa de Anastasio por la noche, pero jamás entré en el cementerio sin la protección que ofrece en estos parajes la presencia del sol y, bueno, ¿ha paseado usted por los senderos de un lugar como éste en una noche furiosa? No, desde luego, y seguramente jamás lo haga. Hasta que muera.

Llegamos a la puerta de la vetusta valla que dividía las dos zonas del cementerio y Anastasio se dispuso a abrirla. Miré hacia los lados y hacia atrás por si podía ver alguna silueta, a David preparando la consumación de la broma y, de súbito, un ruido, un grito metálico infernal, me puso la piel de gallina. Al instante comprendí que sólo se trataba del chirriar de los goznes de la puerta y también que mis amigos lo tenían muy fácil para pegarme un susto de muerte.

Avanzamos a través de uno de los pasillos de la residencia de los ancianos, dejando a los lados lo que parecía una plantación de lápidas y, no sé por qué, me estaba inquietando más de la cuenta y comencé a hacer preguntas:

—Oye, Anastasio, ¿dónde vamos por aquí?

—A un panteón que hay al fondo —respondió, como si fuese la cosa más evidente del mundo.

—¿Sí? Yo pensaba que sólo había panteones en la otra parte...

—Sí, bueno, allí están todos. Excepto éste.

—¿Y por qué nunca me habías hablado de éste? —insistí. Al poco tiempo de comenzar su trabajo como enterrador, Anastasio me contaba todas las cosas que le habían llamado la atención: la tumba más antigua que vio, del año 1735; lápidas en las que no había ninguna inscripción; sepulcros que habían sido profanados; una tumba sobre la que un día aparecieron heces humanas; un nicho de cuyo interior parecían salir rasguidos y gritos ahogados: cuando extrajeron el féretro y lo abrieron se encontraron con el cadáver de un hombre que por la expresión de su cara parecía haber peleado con la mismísima Parca mientras paseaban en la barca de Caronte atravesando la Laguna Estigia; una lápida cuyo epitafio rezaba:

No dejes flores en esta tumba,
no derrames lágrimas bajo su sombra,
no eleves oraciones por este hombre
que ni siquiera te escribe su nombre.
Si ante esta lápida como una bomba
late tu corazón
y tras ella el mío retumba,
en vida hubo amor
entre ambos, y con eso sobra.

—Porque yo tampoco lo sabía. Lo descubrí el otro día. Está enterrado y sólo se ve una pequeña cúpula. Si no lo hubiese encontrado no estaríamos aquí ni tú ni yo, y yo no estaría así —dijo, señalando su cara—. Además, da igual. Seguro que piensas que estoy loco o que te he traído aquí para gastarte una broma —añadió, como si estuviera leyendo lo que en esos momentos recorría las cavidades de mi cerebro.

—Bueno, ¿y qué diablos pasa en ese panteón? —inquirí, dejando traslucir la poca credibilidad que me merecía toda aquella historia.

—Ahí están ellos. Los Que Esperan —y señaló con el dedo la cúpula que antes había mencionado, una construcción circular de un metro de alto y otro de diámetro con lo que parecía una veleta que giraba sobre su cúspide, pero cuando estuvimos junto a ella y la detuve con la mano me percaté de que la veleta no tenía la forma del clásico gallo, o de las típicas flechas, sino de una calavera sonriente con pequeñas cartas haciendo la vez de dientes y un dado en el interior de cada cuenca de los ojos; bajo la calavera, en vez de los típicos huesos, había dos guadañas cruzadas. Di una vuelta a esa construcción que según mi amigo era un panteón, pero carecía de entrada. Definitivamente se había vuelto loco. Iba a decirle que regresáramos cuando se agachó y levantó del suelo, no sin esfuerzo, una losa camuflada con tierra que dejaba al descubierto una especie de pasadizo.

—¿Qué hay ahí dentro? —pregunté.

—Ya te lo he dicho. Los Que Esperan. Sígueme.

Anastasio se introdujo por el agujero y yo, tras dudar un instante, hice lo mismo y me vi deslizándome por una rampa hasta dar de bruces contra un montón de hierbajos y matorrales secos situados al final del descendente trayecto. Me incorporé y me encontré en una pequeña sala cuyo techo podía tocar levantando el brazo; se trataba de una construcción de piedra bastante antigua en la que costaba trabajo respirar y en la que sólo había una puerta de madera y el agujero por el que entramos. Miré por él y, con ayuda del rayo de la linterna, comprobé que nos encontrábamos a unos seis o siete metros bajo tierra.

Mi amigo se dirigió a la puerta y la abrió, arrancándole un sonido a madera podrida. Atravesó la puerta y le seguí por pasillos laberínticos iluminados por la trémula luz de unas antorchas sujetas a las paredes. Estuvimos recorriendo estos pasillos durante un buen rato y, en un momento dado, Anastasio se paró y me dijo que necesitaba descansar, sentándose en el suelo.

Me fijé entretanto en las paredes, percatándome entonces de que en la piedra había diminutas inscripciones. Encendí la linterna y comencé a leer: Francisco Gutiérrez Sanjuán. Luis Pérez Sánchez. Reyes Martínez Ruiz. José Ruiz López. Un hueco en blanco. Fernando Nicolás Santos. Cristina Sila Cebrián. Nombres y apellidos y más nombres y más apellidos. Toda la pared estaba cubierta de ellos. Retrocedí unos pasos y enfoqué a la pared. Más nombres. Desde arriba hasta abajo, desde el principio hasta el final, las paredes del pasillo estaban decoradas con nombres.

—¿Por qué están escritos aquí todos estos nombres? —pregunté a Anastasio, que comenzaba a incorporarse para seguir el camino.

—Ah, los nombres, sí. El mío está un poco más atrás, lo vi por casualidad. El tuyo figura después —y su sonrisa, esa extraña sonrisa, apareció otra vez en sus labios—. Aquí —dijo poniendo una mano sobre la pared de la izquierda— están los nombres de todas las personas que pasaron, pasan y pasarán por este sitio para esperar su turno. En ésta —y apoyó la otra mano en la otra pared— están los de aquellas cuya vida será decidida en la mesa de juego. Muchos nombres están en ambas paredes. Todo está escrito. Me lo explicó uno de Los Que Esperan.

—¿Y el hueco en blanco? ¿Qué significa?

—¿Un hueco en blanco? No sé, no he visto ninguno. De todos modos no creo que importe mucho, ¿no crees? Posiblemente el nombre se habrá difuminado con el paso del tiempo o algo por el estilo. ¿Qué más da? Vamos, ya queda poco.

Continuamos caminando por el pasillo hasta encontrarnos frente a otra puerta igual de corroída que la anterior. Antes de abrirla, Anastasio me advirtió:

—Prepárate. Ahí están, esperando. Tú tranquilo, son inofensivos. Únicamente están nerviosos esperando que les llegue el turno —y, con esa maldita sonrisa esbozada en su rostro, empujó la puerta.

Entramos y me quedé congelado al ver lo que había frente a mis ojos. Un recinto del mismo estilo que el de la entrada, pero más grande y en el que había aproximadamente un centenar de seres. Digo seres porque, a pesar de parecer personas, era evidente que ya no lo eran. Quizá un día lo fueron, pero a todas luces ese día había quedado atrás. El espectáculo era espeluznante: había seres, dados de baja en su condición de humanos, de todas las edades, aunque predominaban los ancianos; en sus rostros se adivinaba una expresión de ansiedad rayana en la locura. Y yo había visto antes a algunos, por supuesto: en el cementerio entierran a gente de mi pueblo.

Los viejos me parecieron casi todos iguales, con su pelo desgastado o sin él, sus características arrugas, encorvados, sus dedos retorcidos por la artrosis... Pero había otros cuya visión me horrorizaba: una anciana aparecía carbonizada, negra como la pez, y con una sonrisa sádica; un viejo al que le faltaba la mandíbula, con trozos de piel y carne colgando como un péndulo; otro sin orejas y con el cerebro a la vista en la zona parietal del cráneo, que parecía haber sido rebanada con un cuchillo de carnicero. Ciertamente, los accidentes que acabaron con sus vidas debieron de ser demasiado crueles.

Pero no todo eran viejos. Había también hombres y mujeres. Y niños. Un niño de uno dos años al que se veía extrañamente feliz, a pesar de estar su cabeza aplastada como un reloj de pared por cuyos bordes sobresaliesen algunas de sus ruedecillas y tuercas. Una niña de unos diez años a la que le faltaba la parte izquierda del torso, como si un tiburón la hubiese tomado de aperitivo. Un hombre de unos cuarenta con la tapa de los sesos levantada como si de la de un váter se tratase. Una chica de unos treinta años que tenía amputadas ambas piernas desde las rodillas y que, sin embargo, se mantenía en pie como si las siguiese teniendo en su sitio.

En la sala imperaba el más absoluto caos, había un jaleo de mil demonios. Todos se movían histriónicamente, avanzaban, se detenían, gritaban, proseguían. Hablaban entre ellos y gesticulaban con exagerado énfasis, acentuando de este modo sus desdeñosas conversaciones. En ellas manifestaban su desprecio por cualquier sentimiento a favor de la vida, por ligero que fuese. No es que la criticasen directamente, no: se burlaban de ella al contarse cómo acabó la suya. Tuve el honor y el horror de escuchar algunos fragmentos de estas garlas y comprendí que estos seres habían perdido, y no sólo corporalmente, todo punto de conexión, por remoto que fuese, con lo que una vez fueron. Cualquier persona que esté en sus cabales aprecia su vida, siente apego, se agarra a ella y desarrolla a lo largo de la misma algunos sentimientos que pueden llevarle incluso a arriesgarla para no destruirlos: sabe que si los traiciona estaría vendiéndose o vendiendo todo aquello por lo que ha batallado en su interior. Aquí no. Ellos se reían de la vida, como si al morir se invirtiesen los esquemas. Míreme a mí: amo mi vida y allí está la muerte, al final del sendero; ya llegará. Mire lo que dicen ellos: estamos muertos y la vida no es más que una representación teatral de la que nos reímos una vez concluido el show: ¿qué tenemos nosotros que ver con ella?

—...jugando con unos muñecos en el suelo de la salita de estar —hablaba, eufórico, a mi izquierda, el niño de dos años, dirigiéndose a dos seres que había junto a él y que puede que estuviesen escuchando, aunque quizá no— y mi hermano fue a mover un mueble para coger un papel que se había colado debajo. Lo corrió un poco, luego un poco más, empujó otro poquito, el mueble se inclinó y... ¡plum!, justo encima de mi cabeza, y todo gracias a mi hermano. Bueno, y a Spiderman: si no me llego a arrastrar por el suelo para llevarlo hasta el villano que perseguíamos... ¡Je, je, je!

Miré hacia otro lado.

—...y menos mal que un cartel que había a un lado de la carretera distrajo mi atención —decía la chica sin la mitad de las piernas—. Por mirar el cartel no vi una boca de alcantarillado que habían destapado unos gamberros, a los que, todo sea dicho, me gustaría ver alguna vez para agradecérselo. La rueda delantera de la moto quedó atrapada y yo salí despedida, dándome este golpe en la cabeza, ¡ja, ja, ja! —rió, acompañada por los que la escuchaban.

—¿Y las piernas? —preguntó uno de ellos entre risas— ¿Eso fue después? ¿Las..., las donaste o algo así?

—¿Donarlas? No, qué va. Es que, cuando caí, rodé violentamente sobre el asfalto y... ¡quedaron bajo la rueda de una apisonadora que pasaba por allí! ¿Os imagináis el crujido de los huesos? Krrrraakt ¡ja, ja, ja! ¿Y si hubiese sido todo el cuerpo, eh? ¡Parecería ahora una fotocopia de mí misma! —y rieron todos su ocurrencia con un brillo demente en sus pupilas, sus quijadas a punto de quebrarse.

Me tapé los oídos, cerré los ojos y grité con toda mi alma, desesperado ante tal perspectiva, y en esos momentos debía parecer uno más de los allí presentes. No podía más, era demasiado. Decidí irme de ese antro de perversión sobrenatural. Pero, ¿y después qué? ¿Podría vivir después de ver eso, que sólo era, según Anastasio, una nimiedad comparado con lo que venía después? No, no podría. Terminaría por volverme loco. Tenía que aparcar el canguelo y el espanto que me atenazaban y llegar hasta el final.

Sólo oía mi propio grito y no veía más allá de mis párpados. Una ilusión, una vaga esperanza, se deslizó y paseó por mi mente: quizá todo ha sido otro sueño y cuando abra los ojos estaré a oscuras en mi habitación, acostado en la cama... Abrí los ojos y la realidad me tajó como un hacha. Allí estaban, a mi alrededor, con sus muecas y sus vagidos, todas las criaturas...

Una mano se posó sobre mi hombro, me giré rápidamente y, para alivio mío, se trataba de Anastasio.

—Aquí los tienes. Los Que Esperan. Cuando los entierro, los traen aquí, y no me preguntes quién o qué, porque ni ellos lo saben. Ven, vamos allí —dijo, señalando al otro extremo de la estancia—, donde está uno de los próximos en ser llamado para entrar en la Gran Sala.

Le seguí y a los pocos pasos toqué sin querer —aunque era inevitable por la cantidad de seres que había y su continuo deambular— a uno de ellos. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Pensaba que eran de carne y hueso, pero no, estaba equivocado. La sensación que experimenté fue exactamente la misma que cuando se toca un líquido viscoso, espeso, sin poder traspasarlo. Entonces toqué a otro ser y sentí lo mismo. Todos tan distintos y tan iguales. Muertos ansiosos que adornaban su cara con una malévola sonrisa psicótica.

Llegamos al fondo de la sala y Anastasio empezó a hablar con otro de estos seres. Éste tendría unos treinta y cinco años cuando fue enterrado: tenía barba, ojos verdosos como una charca sucia, pelo negro y le faltaba una pierna entera, a pesar de lo cual se mantenía perfectamente en pie, al igual que aquella chica sin la mitad de sus piernas.

—Hola, Arturo —saludó mi amigo.

—¡Eh, Anastasio! ¿Éste es tu colega? Al final no se ha rajado, ¿eh? —dijo Arturo, exultante de una rabiosa felicidad—. No creo que falte mucho para que me llamen a la Gran Sala, así que dejad que os coja para que vengáis conmigo —tras decir lo cual nos agarró a ambos de los hombros y otro escalofrío agitó mi espina dorsal—. Ya falta poco para que juegue —siguió hablando, apretando con su mano mi hombro—. Espero no perder, sería terrible pasar la eternidad haciendo el asqueroso trabajo de los perdedores, ¡puag! —añadió con una expresión de total desprecio.

—La verdad —comentó Anastasio— es que tiene que ser un aburrimiento absoluto hacer siempre lo mismo —y puso especial énfasis en la palabra siempre.

—Y, en realidad, no hacen nada: "Bienvenido caballero, caballero no sé qué, caballero no sé cuanto, bla, bla, bla". Qué asco. En fin... Oye, Anastasio, cuando me enterraste... Bueno, no es que me importe, porque me da lo mismo ya, pero tengo curiosidad: ¿sabes si hubo luna llena? Es que en vida siempre quise que en la noche de mi entierro la luna estuviese en su máximo esplendor; ya sé que es una tontería, el capricho absurdo de un mortal...

—Joder, Arturo, vaya pregunta. Yo qué sé, no voy fijándome cada vez que entierro a alguien si esa noche hay luna llena o no, qué quieres que te diga.

—Bueno, bueno, da lo mismo. Es que cuando era... —y de repente un temblor nos sacudió. La más completa oscuridad nos envolvió durante unos segundos y aparecimos frente a las puertas de lo que parecía ser una especie de extraña mansión.

—¡¡Sí!! ¡Al fin aquí! —gritó Arturo, saltando, exultante de júbilo—. A ver si hay suerte —susurró, frotándose las manos.

—Tronco, estás ante la Gran Sala —me dijo Anastasio.


III


Como fácilmente comprenderá usted, mi asombro y anonadación iban in crescendo. Le he dicho que aparecimos ante una extraña mansión. Sólo eso. Nada más. No había árboles que la rodeasen, no soplaba ningún viento, no hacía frío ni calor, no se olía a nada. Una luz mortecina lo envolvía todo, no dejando ver nada salvo la fachada de la construcción, una construcción singular, sin ventanas ni adornos de ninguna clase sobre sus paredes, tan solo una puerta. Estaba claro que quienquiera que fuese el que la hizo le traían sin cuidado las apariencias.

Recorría con mi vista la parte frontal de la mansión, observándola, tratando de divisar algún detalle sobre su lisa pared, cuando un sonido como el del filo de una tiza arrastrándose sobre la superficie de una pizarra me sacó de mis meditaciones:

—Bienvenido, Arturo —habló una voz aguda, estridente y chirriante, desagradable para mis oídos, procedente de la puerta. Hacia ella dirigí mi mirada y mis ojos tropezaron con un esqueleto ataviado con un frac, pajarita y unas gafas redondas de ver, algo hilarante ante las vacuas cuencas de sus ojos. Prosiguió su discurso—. Ya veo que has traído acompañantes... ¡Ah!, usted ya ha venido por aquí, ¿me equivoco? No, claro que no, nunca olvido un rostro tan..., vivo, ji, ji, ji, ji. En cambio a usted —dijo, señalándome— nunca lo había visto por estos páramos. ¿Conoce las reglas? No, no me conteste: si no las sabe que se las explique su amiguete. Está bien, caballeros, síganme. Bienvenidos a la Gran Sala del Juego.

El esqueleto con frac giró sobre sus calcáneos y enroscó sus falanges en el pomo de la puerta, que representaba dos guadañas cruzadas en forma de equis, como las que había bajo la calavera que confundí con una veleta en el cementerio. Abrió la puerta y entramos. Nos encontramos en el interior de un recinto enorme. La mansión entera era toda una sala gigantesca sin paredes de ninguna clase que la dividiesen, con una única puerta, la de entrada. Calculé que la sala debía de tener unas dimensiones aproximadas de trescientos metros de longitud, cien de anchura y cuatro o cinco de alto, iluminada por cientos de antorchas encajadas en las paredes. El único mobiliario con que contaba eran mesas, decenas de largas mesas alrededor de las cuales se situaban seres como Arturo, los muertos que iban a jugar su partida. ¿Recuerda la confusión que reinaba en la sala donde vi por vez primera a estos seres? Bien, pues esa sala parecía una iglesia vacía en comparación con ésta: el ruido era ensordecedor, estrepitoso, los golpes dados en las mesas retumbaban en mis oídos, carcajadas estentóreas tronaban llenando el espacio, insultos y llantos eran lanzados con furia por estos seres.

Seguimos al esqueleto del frac, yo en último lugar, a través de la Gran Sala, pasando alrededor de algunas de las mesas. Me di cuenta de que en todas había el mismo número de seres: cincuenta, la mitad a cada lado, y en cada extremo un esqueleto con frac como el que nos guiaba, todos ellos en pie. Parecían jugar una partida a algo. Fui mirando las mesas: en una de ellas había una maqueta bastante grande, una reproducción exacta de mi pueblo y, sobre ella, una especie de fichas-muñeco que se movían rápidas y por sí solas; en una esquina de esta mesa también había una maqueta de la Catedral de Santiago. En otra mesa, la maqueta reproducía las montañas que se encuentran al norte de mi pueblo, unas montañas en las que habitaban algunas familias que en pocas ocasiones se dejan ver. En otra de las mesas, la maqueta era de un pueblo vecino; en otra, otro pueblo próximo al mío y, en dos de sus esquinas, una plataforma petrolífera rodeada de agua y las pirámides de Egipto. En otra mesa, una aldea cercana. Casual(¿o causal?)mente estos pueblos eran algunos de los que comparten el cementerio con el mío. En la gran mayoría de mesas cerca de las que pasamos ocurría lo mismo.

Llegamos a una mesa medio vacía y el esqueleto que nos guiaba nos indicó que esperásemos mientras llegaba el resto de jugadores.

—Disfruten de su velada, caballeros —chirrió, dándose media vuelta y desapareciendo entre el gentío y el alboroto de la sala.

—¡Psss! Eh, Anastasio —le dije a mi amigo—, explícame cómo demonios hemos llegado hasta...

—¡Ah! —me interrumpió Arturo— No quieras saber tanto, muchacho. Yo te explico: tu y yo nos vimos por primera vez en el Panteón del Tránsito. Allí es donde los que una vez fuimos como tú, humanos, esperamos para entrar en la Gran Sala, y lo hacemos cuando queda una mesa libre. Pero no preguntes cómo llegaste aquí, no busques explicaciones lógicas. Estás aquí, y ya está.

—¿Y cuándo saldremos de aquí? —pregunté. Entretanto iban llegando algunos de Los Que Juegan y colocándose alrededor de la mesa.

—Eso es simple. En cuanto yo acabe la partida, gane o pierda —y, al decir ésto, cruzó los dedos—, vosotros reapareceréis en el Panteón del Tránsito. Espero que os larguéis de aquí cuanto antes, porque eso querrá decir que he ganado —y volvió a cruzar los dedos.

—¿Y cómo ganas la partida? —inquirí, aunque ya tenía una ligera idea gracias a lo que Anastasio me había contado.

—Cuando muera la persona a la que representa mi ficha. En cambio, perdería si mi ficha fuese una de las dos última en morir.

—Bueno, eso parece fácil, ¿no? Quiero decir que sólo tienes que hacer que tu ficha muera.

—No, no es tan sencillo. Es mi ficha, pero se puede decir que tiene más poder sobre mí que yo sobre ella, ya que según las Cartas decidan si vive o muere, yo seguiré aquí o me largaré de esta sala y entraré en el Recinto de...

—¡¡Caballeros, señoras!! ¡Comienza La Partida! —gritaron, al unísono, interrumpiéndonos, los esqueletos con frac situados en los extremos de la mesa y sosteniendo cada uno en sus huesudas manos un montón de cartas. Sobre la mesa apareció, de repente, una ficha frente a cada jugador.

—Oye, Anastasio, ¿qué misión tienen esos esqueletos?

—Esos son los crupieres, los perdedores —y comprendí por qué Arturo estaba tan obsesionado con no perder—. Únicamente reparten cartas; bueno, más bien se limitan a sujetarlas. Observa.

Los crupieres depositaron el montón de cartas sobre la mesa. De pronto, las cartas comenzaron a mezclarse, se movían por sí solas como si unas invisibles manos expertas las barajasen, hasta quedar otra vez ordenadas en un montón que fue recogido por cada crupier. Sobre la mesa apareció, como si de un espejismo se tratase, una maqueta de mi pueblo, una reproducción perfecta, salvo por un detalle: la zona sur del pueblo está formada, en la realidad terrena, por aguas pantanosas rodeadas de una espesa vegetación, pero esta zona aparecía en la maqueta sustituida por una gran barriada repleta de chalets y edificios. Este detalle se lo comenté a Arturo, quien me dijo que, ciertamente, eso no existía ahora pero que dentro de unos años yo mismo podría comprobar, si aún vivía, cómo lo construirían. Me explicó que las fichas, las personas con las que se juegan las partidas, todavía no existen en la Tierra pero que nacerán, y su existencia dependerá de lo que suceda en La Partida.

Todos los jugadores estaban ansiosos, nerviosos, se frotaban las manos y sonreían, esa sonrisa... Entre ellos se encontraban el viejo al que faltaban las orejas y una parte de cráneo, el niño de la cabeza aplastada y algunos a los que a menudo me había cruzado por las calles de mi pueblo. También estaba cierta persona a la que conocía, una anciana vecina mía de unos sesenta años que había fallecido hacía unas semanas a causa de un ataque al corazón. Me miró, hizo un guiño y dijo algo entre dientes de lo que sólo entendí la palabra morir.

Las cartas comenzaron a volar de las manos de los crupieres, en sentido literal: empezaron a salir, una tras otra, cartas que giraban sobre sí mismas y en círculo ante los jugadores, a la altura de la cabeza y a una velocidad de vértigo. De súbito pararon, como si hubiese surgido en su camino un muro, y ante cada jugador se posó un pequeño montón de cartas, quedando los crupieres con unas pocas cartas en sus esqueléticas manos.

A un metro de altura sobre el centro de la mesa aparecieron dados y cayeron sobre el tablero. Cinco dados, no de seis sino de diez caras numeradas del uno al diez, que sumaron veintidós.

—¡¡Síííí!! ¡¡Ésa es mi ficha!! —gritó Arturo, histérico, deformando las facciones de su rostro. Me fijé en la ficha más detenidamente. Al principio me parecieron todas iguales, y al observarla me di cuenta de que se trataba de un hueso, un pequeño trozo de hueso en el que había algo grabado: dos equis y dos palitos. Veintidós, en números romanos.

Arturo cogió la primera carta del montón que tenía ante él y la arrojó sobre la mesa. Cayó del revés, mostrando una superficie negra, pero se dio la vuelta por sí sola. En ella aparecían unos símbolos extraños, una especie de criptograma. Nunca había visto nada parecido, pero nada más verla quedó grabada en mi memoria. Lo mismo me ocurrió con el resto de cartas:

Al aparecer esto, todos los jugadores, salvo Arturo, explotaron en estruendosas carcajadas resonantes y estuvieron riendo durante un rato señalando la carta y la ficha. Arturo parecía preocupado. Preocupado y nervioso. Anastasio no se rió pero pude observar que trataba de contener la risa. Le pregunté a Arturo qué quería decir esa carta y, con tono triste y pesaroso, me respondió que significaba que la ficha, su ficha, había nacido sin problemas de salud y en el seno de una familia en excelente situación económica.

En una mesa próxima a la nuestra se armó un escándalo exagerado que llamó mi atención: uno de los jugadores vino brincando hasta nosotros y, dirigiéndose a Arturo, exclamó:

—¡Sí! ¡Tu ficha ha nacido y la mía, que le ha dado vida, ha muerto al llevarla al mundo, ja, ja, ja! —y, agitando algo en una mano, desapareció sin más.

Las risas de los jugadores de nuestra mesa iban cesando. Me fijé en la ficha de Arturo y vi que lo que antes era un trozo informe de hueso había adoptado la forma de un bebé recién nacido, un minúsculo niño.

Los dados se elevaron y, cuando cayeron sobre la maqueta, la carta de Arturo que había sobre ella desapareció. Esta vez sumaron cuarenta y siete.

—¡Yo! ¡Me toca! ¡Me toca! —gritó quien una vez fue un chico de aproximadamente mi edad pero que parecía un esqueleto cubierto de piel, lo que me hizo suponer que había muerto de anorexia o de sida. Cogió la primera carta de su montón y la tiró sobre la mesa. Era idéntica a la que le había salido a Arturo, repitiéndose el atroz coro de risas y la metamorfosis de la ficha.

Los dados volvieron a subir, cayeron y sumaron cinco. En cuanto los dados tocaron el tablero, la carta que había sobre él desapareció.

—¡Mía! ¡Mía! —aulló el niño de dos años, el de la cabeza aplastada, cogiendo y lanzando la primera de sus cartas sobre el tablero. En ella había dibujada una calavera idéntica a la que hay sobre la cúpula por la que entramos para llegar al Panteón del Tránsito, aunque en la parte inferior de la carta había unos signos extraños. Pregunté a Arturo y me explicó que la carta significaba la muerte de la ficha en el momento del parto y, por consiguiente, la victoria del jugador. Creo que nunca he visto a un niño de esa edad agitarse como éste lo hacía: era como si hubiese agarrado con sus manos unos cables que le proporcionaran una descarga de diez mil voltios, acompañando sus movimientos de alaridos y gritos de siniestra alegría. Cuando se calmó un poco, un crupier le dijo, con esa desagradable voz aguda:

—Enhorabuena, caballero. Aquí tiene —y lanzó una carta que el niño cogió al vuelo.

—¡¡Mirad, mirad!! —exclamó el niño, mostrando la carta a los jugadores, una carta en la que figuraban dos guadañas cruzadas, y desapareciendo, quedando en el aire su grito de triunfo.

—¡Se reanuda el juego! —graznaron los dos crupieres a la vez. Los dados volvieron a elevarse, cayeron y sumaron treinta.

—¡Ésa es la mía! ¡¡Sííí!! —aulló uno de los jugadores, un viejo de unos sesenta y tantos años, calvo y cuya dentadura parecía una máquina de escribir en la que faltasen muchas teclas. Cogió la primera de sus cartas y la tiró al tablero. La carta tenía estos signos:

En esta ocasión la cara del jugador se transformó en un rostro maléfico, sonriente y sombríamente satisfecho. Los demás jugadores emitieron quejas y sus expresiones mostraron su enfado. Volví a preguntar a Arturo y me comentó que la carta suponía el nacimiento de la persona con problemas de salud y en una familia con graves problemas económicos. "Claro que eso —añadió, esperanzado— no significa que vaya a morir antes que mi ficha, je, je, je...".

Los dados volvieron a lanzarse, las cartas se mostraron y así transcurrió el turno de los demás jugadores. Hubo muchos lamentos solitarios y mucha alegría colectiva. La locura flotaba alrededor de la mesa. Le volvió a tocar a Arturo cuando hubieron tirado todos los jugadores.

Tiró los dados para inaugurar esta segunda ronda. IV, VII, IX, V y I. Inmediatamente el montón de cartas que había ante Arturo fue barajado por esas profesionales manos invisibles y las cartas fueron extendidas boca abajo sobre la mesa. Veinticinco cartas en total. De ellas, la mano invisible extrajo la primera, la cuarta, la quinta, la séptima y la novena, lanzándolas al tablero. El rugido de odio y rabia que salió como un huracán por la boca de Arturo casi me deja sordo, aunque en unos instantes quedó ahogado por el estrepitoso tronar de las gargantas del resto de jugadores, así que supuse que no serían buenas cartas. En ellas aparecían otros signos raros.

Evité preguntar a Arturo el significado de las cartas, pues di por supuesto que estaba demasiado cabreado para dar explicaciones. Me volví para preguntarle a Anastasio pero, ante mi asombro, vi que también él se había unido al delirante jolgorio, así que me dirigí al jugador que había a mi izquierda, un viejo torvo con melenas y barbas blancas que, a diferencia de los demás, no reía a histérica carcajada limpia sino que esbozaba en sus labios una pérfida sonrisa, apenas perceptible entre la cana maraña de pelos que le cubría el rostro. Me explicó que las cartas decían que la ficha de Arturo llegaría hasta los veinte años con buena salud, un trabajo y varias aventurillas amorosas. Añadió que las cartas detallaban otras cosas que le ocurrirían a la ficha hasta cumplir tal edad pero que, por lo que a la partida atañía, esos datos eran los relevantes.

Comprendí el enfado de Arturo, que poco a poco se fue aplacando gracias a que, conforme los demás jugadores tiraban los dados y la mano invisible levantaba las cartas, ninguna de las fichas moría, sólo experimentaban cambios. El juego parecía ponerse más interesante, los gritos de rabia y las carcajadas furiosas aumentaban al tiempo que las fichas crecían y se desenvolvían por el tablero.

Pero sobre él no sólo circulaban las fichas de los jugadores. Había otras. Se diferenciaban claramente entre sí: las de los jugadores, como ya le he dicho, eran diminutas personas hechas de hueso que crecían conforme avanzaba la partida; las otras eran una especie de espectros del mismo tamaño. Éstas, como me explicó Arturo durante los segundos en los que dejaba descansar sus mandíbulas, eran fichas cuya partida estaba desarrollándose en otra mesa, y no necesariamente de esta Gran Sala, claro. En determinados momentos aparecía en una zona del tablero una pequeña maqueta de otros lugares a los que iban algunas fichas de la partida a la que yo asistía. Lo que yo veía, para que se haga una idea, era lo que usted verá si sube a un helicóptero y se da un paseo sobre su ciudad, salvando un escollo: la velocidad. Sobre la maqueta, todas las fichas se movían a cámara rápida. Estuve siguiendo con la mirada durante unos momentos a una ficha, un adolescente que rondaba la quincena: salió de un edificio, fue al parque a jugar al baloncesto con otras fichas, volvió al edificio, salió de nuevo, corrió a la urbanización que todavía no existe pero que, sin duda, existirá, entró en uno de los chalets, regresó a su casa, de ahí al instituto del pueblo, vuelta a casa. La rutina de un chaval de esa edad a una velocidad vertiginosa: todo en unos pocos segundos. Miré a Anastasio, que no había dejado de reír. Busqué con la mirada la ficha y la encontré saliendo del campus universitario que aparecía en una esquina del tablero, cogió un coche, desapareció el campus sustituido por una carretera, llegó al pueblo..., y dejé de seguir sus movimientos.

Cada una de las fichas de los jugadores hacía su veloz recorrido por el tablero, se relacionaba con otras fichas, visitaba otros lugares que se materializaban durante unos instantes en las esquinas de la mesa para desaparecer a continuación, o no: en un rincón surgió una barriada de una ciudad próxima y allí se quedó: una ficha que, al parecer, se trasladó a vivir allí hasta que murió y desapareció junto con su barrio. Todo éstode forma muy rápida, como si el Señor Tiempo tuviese urgencia extrema por pasar.

Durante la partida creo que vi más lugares que en toda mi vida, salvando, evidentemente, la diferencia entre verlos en la realidad y contemplarlos desde mi posición. No obstante, le puedo asegurar que la visión era más realista que la que pueda ver en una pantalla. Por momentos aparecieron la Torre Eiffel y partes de Francia, playas caribeñas, calles de Nueva York y sus grandes rascacielos, la selva amazónica, Venecia y sus ahogadas calles, los canales y las plantaciones de flores de Holanda, los Highlands de Escocia y otros lugares que no reconocí, todo por cortesía de los viajes que las Cartas deparaban a algunas de las fichas.

Estaba observando el ir y venir de las fichas por el tablero cuando oí un bramido vesánico de éxtasis. Levanté la vista y vi a uno de los jugadores agitando los brazos, haciendo con su rostro enrevesadas muecas y moviendo la cabeza de forma antinatural. El jugador en cuestión era una mujer de unos cincuenta años que sostenía entre sus manos su cabeza a la altura del pecho. Sin duda murió decapitada. En el tablero, los dados mostraban II, X, V, III y VI, y de las cartas extendidas frente a ella habían sido volteadas las cinco correspondientes que contenían estos signos:


Los demás jugadores proferían insultos, lloraban, gritaban, se lamentaban coléricamente y con gestos grotescos. Arturo tapaba sus ojos con las manos y tenía la mandíbula a punto de desencajarse. La que fue mi vecina, esa anciana que murió de un infarto al corazón, lanzaba por la boca tal cantidad de imprecaciones acompañada de impúdicos movimientos que me dejó estupefacto: en vida, nunca le había oído pronunciar una sola palabra malsonante y siempre predicaba el lavado de bocas con estropajo para los granujas de las palabrotas.

No era necesario que nadie me explicase el significado de las cartas: estaba claro que la ficha había muerto y la jugadora había ganado. El crupier le felicitó y le lanzó una carta que cogió al vuelo con la boca, desapareciendo.

La partida continuó y se completó el segundo turno de tiradas, quedando cuarenta y ocho de las cincuenta fichas iniciales.

Empezaba una nueva ronda: Arturo agarró los dados y cerró los ojos. Suspiró y tiró los dados sobre la mesa: VII, X, III, VI, I. De las cartas que quedaban extendidas frente a él, la anónima mano volteó la primera, la tercera, la sexta, la séptima y la décima. Los signos que aparecieron a la vista fueron éstos:


Se repitió la escena anterior, aunque esta vez de forma más violenta y brusca: alaridos de rabia e impotencia emitidos por Arturo y que parecían surgir de las entrañas de un diablo, hórridos gritos que recordarían vagamente a los que se pudieron escuchar en las mazmorras de la Inquisición; los demás jugadores con sus espectrales carcajadas pavorosas. Giré la cabeza hacia el anciano de las melenas y vi que estaba inclinado sobre la mesa, desternillándose de risa. Llamé su atención y le pedí una explicación acerca de las cartas.

—Espera, espera —me dijo, moviendo la mano, y continuó con sus incontrolables dentelladas al aire; yo suponía que la ficha no sólo no iba a morir sino que, además, llevaría una buena vida, pero quería más detalles—. Mira: la ficha va a... —volvió a interrumpirse con su carcajada—, va a llegar a los cuarenta años, con aumentos de salario, casado, con hijos... ¡Y, encima, con una salud de oro! —y continuó la carcajada que había estado intentando retener.

Busqué la ficha de Arturo y la localicé: un diminuto hombrecillo con barba paseando a toda prisa con su hijo-espectro por el parque, una imagen feliz si no fuese por lo siniestro de su origen.

Continuaron las tiradas, y las fichas que no morían fueron creciendo. Veinte de las fichas murieron en este tercer turno y otros tantos jugadores desaparecieron. Pero pasó algo en la última tirada de este turno que, en cierto modo, fue como un rayo de alivio y esperanza frente a la demencia que emanaba del juego. El jugador que cerraba la ronda era el anciano sin orejas y sin la zona parietal del cráneo. Con sus raquíticas y deformadas manos cogió los dados y los tiró, obteniendo V, VII, I, IV, IX. De sus cartas, las que estaban en esa posición saltaron y cayeron mostrando sus signos, que no diferían mucho de los que salieron en este turno a otros jugadores que aún continuaba en la mesa, repitiéndose el espectáculo: el enojoso lamento del viejo y las lóbregas risas y burlas del resto de jugadores. Sin embargo, el punzante alarido de uno de los crupiers hizo enmudecer a todos los jugadores:

—¡Se rebela! ¡Se escapa! —baladró con su tono torturantemente agudo.

Todos dirigimos nuestra mirada hacia la ficha del anciano: en vez de realizar su veloz metamorfosis e ir convirtiéndose en una minúscula persona de cuarenta años, se había situado en uno de los extremos de las cartas alineadas que había frente a su vetusto jugador y empezó a empujar la primera, arrastrando de este modo las demás y apiñándolas finalmente en un desordenado montón. Se subió sobre ellas y en ese instante cesó la vertiginosa agitación existente sobre el tablero: las demás fichas observaban, paralizadas, lo que ocurría, al igual que todos los que estábamos alrededor de la mesa. La ficha del viejo saltó repetidas veces sobre el informe bloque de cartas, como quien quiere destrozar algo dejando caer sobre ello todo su peso, su fuerza y su ira. Se detuvo, levantó su óseo brazo derecho con el pequeño puño cerrado, extendió todos los dedos salvo el anular y mostró sus fauces, profiriendo un mudo grito. Acto seguido, unas llamas surgidas de las cartas la envolvieron y desapareció junto con las cartas que le servían de altar, no quedando más que un nebuloso recuerdo en forma de hilo de humo que ascendía, serpenteante, sobre el lugar de tan singular inmolación.

En un primer momento me cruzó por la cabeza la idea de que se trataba de un suicida o algo por el estilo, pero entonces retumbaron en mi mente los gritos del crupier: ¡Se rebela! ¡Se escapa! ¿Qué quería decir? Los jugadores reanudaron sus grotescas risas y el anciano intensificó sus sollozos, llegando incluso a darme algo de lástima. Parecía asustado y comenzó a susurrar: No, no.... ¿Por qué yo?, ¿por qué yo...?, y acabó por gritarlo de forma frenética, agitándose espasmódicamente. La escena era espantosa.

—Lo sentimos mucho, caballero —dijo un crupier, lanzando una carta que fue a parar a las manos del anciano. Éste la contempló y por un instante creí ver en sus ojos el reflejo del nacimiento de La Muerte. Un tétrico grito vomitado por el viejo unos segundos antes de desaparecer se impuso sobre el fragor reinante en la Gran Sala.

Necesitaba una explicación y, ante la pérdida de tiempo que supondría esperar a que Anastasio dejara de reír para que me la diese, le pedí a Arturo, que comenzaba a calmarse, que me explicase lo que acababa de ocurrir.

—Pues lo que acaba de ocurrir es, simplemente, una putada para el jugador al que le toca —dijo, prorrumpiendo en una colosal carcajada y cruzando a la vez los dedos—. Hay ciertas fichas, fichas extrañas, que no son como las demás, no son sólo de hueso, tienen algo en su interior y a partir de un determinado momento no obedecen los designios de las cartas: abandonan el juego, se rebelan contra lo escrito, escapan del tablero. Y el lugar a donde va a parar el jugador... ¡Ufff! Me dan escalofríos al tratar de imaginarlo —murmuró, frotándose las mejillas con sus manos.

La partida se me estaba haciendo eterna. Tenga en cuenta que cada vez que un jugador lanzaba los dados se descubrían las correspondientes cartas, originando el consiguiente revuelo en los demás, ya fuese de insana alegría por la continuación de la vida de la ficha, ya de rabiosa furia por la conclusión de la misma. Y esto se repitió cincuenta veces en la primera mano, cuarenta y nueve en la segunda, cuarenta y ocho en la tercera... La cuarta sería, en comparación con ellas, más rápida, puesto que en la anterior ganaron y desaparecieron veinte jugadores.

Comenzaba el cuarto turno de tiradas. Arturo continuaba con su pésima suerte y su ficha avanzaba hacia un final siniestramente feliz: sesenta años con leves problemas de salud que se podrían remediar fácilmente, más aún teniendo en cuenta su afortunada posición económica. Arturo estaba desesperado, angustiado. Entre sollozos murmuraba que no quería ser como ellos, señalando a los crupieres y ladrando ilimitadas maldiciones, mientras el resto de jugadores se retorcía con esa risa acre y demencialmente terrorífica. Creo que si hay algún límite que traspasar más allá de la más absoluta vesania, los jugadores ya lo habían superado con creces y, muy a mi pesar, también Anastasio.

En esta tanda murieron diez fichas, desapareciendo junto con sus respectivos jugadores, y los diecisiete que quedaron estaban histéricamente aterrorizados: se estrujaban las manos, se tiraban de los pelos, se mordían los dedos, gemían, gritaban, se maldecían mutuamente... Un espectáculo truculento.

Quinto turno. Arturo continuaba con su fatídica racha, la suerte por delante dándole la espalda. Su ficha representaba ahora a un encorvado viejo de ochenta años que se paseaba con dificultad y un bastón por las calles del pueblo, apenas ya perceptible el XXII que llevaba inscrito desde que era un simple trozo de hueso. Doce de los jugadores que aún quedaban desaparecieron al morir su ficha y recoger, regocijados, las cartas que les lanzaron los crupieres. Tan sólo quedaban cinco jugadores para el siguiente turno.

Sexta vuelta. Los cinco parecían haberse quedado mudos y paralizados. Ni gritos, ni sollozos, ni gestos; ningún sonido y ningún movimiento alrededor de la mesa, sólo expectación, tensión y toneladas de nervios. En la sala seguía retumbando el estrepitoso e infernal vocerío del resto de las mesas.

Arturo dejó caer sobre el tablero los dados, que rodaron hasta detenerse en III, X, I, VII, IV. De las veinticinco cartas que tenía extendidas frente a él al comienzo de la partida, tan sólo quedaban cinco. La poderosa mano invisible cogió la primera, la tercera y la cuarta, arrojándolas sobre el tablero. En ninguna de ellas aparecía la tan ansiosamente deseada calavera con las guadañas cruzadas, así que tenía que ocultarse bajo alguna de las dos cartas que quedaban boca abajo. Su aullido de horror se elevó sobre el clamor de la sala.

—¡¡¡Nooooooooaaaaaaarrrrrrggggggggghhhh!!! —rugió, añadiendo algo más, algo demasiado gutural para que mis oídos mortales pudieran comprenderlo, si es que había algo que entender.

Nadie rió. En la mesa había una batalla entre ángeles y diablos que imponía el más absoluto silencio. Tan solo suspiros, resoplidos de alivio. Ninguno de los jugadores quería que su ficha quedase entre las dos últimas con vida: eso implicaría convertirse en crupier y no abandonar la sala hasta... ¿Hasta cuándo?

El siguiente jugador, una chica que alguna vez siendo humana y antes de sufrir un accidente fue bonita, tiró los dados. X, VI, IX, III, VII. La malvada zarpa invisible levantó la tercera de las cinco cartas que había frente a la jugadora. La calavera y las guadañas. Sin esperar más, salió corriendo hacia el crupier, recogió la anhelada carta y se esfumó junto con su ficha.

Los cuatro jugadores que quedaban en la mesa se miraban, y en sus pupilas danzaba el terror, el baile de un miedo informe que con sus garfas estrujaba las gargantas e imponía la más absoluta quietud. El horror que atenazaba sus almas se olía, sus hórridas miasmas flotaban y envolvían a los participantes. En el temblor de sus labios se leía que jamás en vida habían sufrido ni imaginado que se pudiera sufrir con tanta intensidad.

El siguiente jugador al que le tocaba lanzar era el chico que parecía un saco de huesos. Arrojó los dados y sacó VII, X, IX, V, IV. Las odiosas manos cogieron y tiraron sobre el tablero las dos últimas cartas de las que quedaban frente al jugador, y éste lloró; lloró de alegría y extendió las manos para recibir, como si del ser más querido se tratase, la carta con las guadañas que le lanzó uno de los crupieres. Se evaporó junto con su viejo hueso.

Tres jugadores y un único billete de salida para el más afortunado. La tirada era para un robusto anciano, calvo, con espesa barba. Agarró con su cayosa manaza los dados y los estrelló contra el tablero: III, X, VI, V, VIII. La mano del invisible titiritero destapó la tercera y la quinta carta de las cinco expuestas frente al viejo. Una de ellas era la esperada calavera con las guadañas. Sus facciones ni se inmutaron, tan sólo sus ojos hablaban de triunfo y reposo. Su ficha desapareció cuando él extendió los dedos índice y corazón de su diestra y los cerró a modo de tijeras para atrapar la carta que volaba hacia él. Humo.

La partida había concluido. Miré a mi amigo y tan sólo vi tristeza y pesar, un último momento de lucidez. Arturo y el otro jugador, un hombre vestido con smoking y con el pelo engominado, tenían su mirada fija en ningún sitio y una tremolante mano extendida.

—Bienvenidos al gremio, compañeros, ¡ji, ji, ji, ji! —rieron los crupieres al unísono. Sin poder evitarlo levanté las dos cartas que quedaban frente a Arturo: la primera, signos indescifrables para mí; la segunda, la calavera y las guadañas.

Algo más o menos esférico que no pude ver entró violentamente por mi boca. Noté cómo se iba abriendo camino a través de mi garganta, provocándome un terrible dolor y ahogando el grito quejumbroso que pugnaba por salir de mi interior. Me fue desgarrando hasta llegar a la altura del tórax y se detuvo, retorciéndose lentamente como un pollo en el asador. La rotación cesó, amortiguándose mi sufrimiento. Un inmenso alivio se apoderó de mí ante la tregua del intruso, aunque fue un descanso que duró una nonada. Comenzó a moverse de nuevo. Mi primera impresión fue la de que estaba creciendo, ensanchándose, pero entonces se desplazó y volvió a contraerse, esta vez apretando mi corazón, como una garra que lo estrujase, clavándole sus afiladas uñas. Se relajó otra vez y apretó de nuevo, más fuerte. Y otra vez. Y otra.

Algo más o menos esférico que se abría y cerraba. Y no lo vi. Una mano invisible. Entonces recordé: Nunca, en ningún caso, nos está permitido tocar nada de lo que hay sobre el tablero. Y entre mis dedos había una carta. La solté. Fue como si ese atroz dolor jamás hubiese existido, como si tan sólo se tratase de un vago e impreciso recuerdo. Mi cuerpo se sacudió y la oscuridad me envolvió con su negro manto durante unos instantes.


IV


Me encontré de nuevo en el Panteón del Tránsito. Estaba repleto de Los repulsivos seres Que Esperan para ser llevados a jugar su partida. Me paseé entre ellos en busca de Anastasio, sin encontrarlo. Estuve dando vueltas por la estancia por si aparecía, aunque por poco tiempo: el calor me resultaba abrasivo y apenas conseguía respirar. Regresé por el pasillo apoyándome en las paredes, teniendo que detenerme un par de veces durante el trayecto, hasta que al fin llegué a la sala donde desembocaba la rampa que daba al exterior. Ascendí con dificultad y, por fin, pude respirar aire fresco. Me dirigí a la caseta de Anastasio para esperarlo allí, o quizás estuviese él esperándome. No estaba en su casa, así que me senté a esperar y me puse a pensar en todo lo que había presenciado.

—Macabro. Ése es el calificativo que más adecuado encuentro para definirlo. La vida que yo he tenido hasta ahora ya ha sido definida en la infernal Gran Sala. Desde luego, sea quien sea el creador de todo esto, sin ninguna duda, es un ser atrozmente perverso que se divierte a nuestras expensas, nos manipula como la mano invisible que levanta las cartas. Y mi nombre en el pasillo del Panteón del Tránsito, según me dijo Anastasio, y seguro que estaba. Seguro. Mi vida decidida por el modo en que la malvada mano barajó las cartas, el orden en que las dejó y los dados. Mórbidamente siniestro.

»Fichas que se rebelan y huecos entre los nombres del pasillo. Ahora lo comprendo. La ficha salta del tablero, desapareciendo antes de tiempo, y con ella su nombre, anulando así el poder de las cartas sobre ella. ¿Cuántas fichas de ese tipo habrá? ¿Cuántos huecos quedarán al final entre los nombres del pasillo?

»Yo siempre había pensado que la vida es como una selva, una inmensa jungla en la que la maleza nos impide ver lo que hay unos metros más allá, en la que hay feroces animales salvajes que acechan, listos para saltar y devorarnos en cuanto estemos a su alcance; preciosas plantas venenosas contra las que hemos de estar prevenidos, teniendo a mano, siempre, el antídoto; diminutos insectos de llamativos colores que son inofensivos mientras nada les hagamos; trampas en las que podemos caer si no vamos precavidos. Una selva virgen en la que tenemos que ir abriéndonos paso a través de la espesa y frondosa vegetación: nosotros elegimos el camino, lo despejamos, damos forma al sendero con ayuda de nuestro machete y nuestras palabras, lo desviamos a uno u otro lado si vemos que por la ruta tomada desembocaremos en una ciénaga o en una zona de arenas movedizas; también podemos retroceder si, aun desviándonos de nuestra dirección inicial, nos percatamos de que las arenas movedizas son demasiado extensas para poder rodearlas sin traspillar; tenemos que aprender, nosotros, los exploradores, a ayudarnos mutuamente y a combatir juntos los peligros; tratar de luchar unidos contra las amenazas que, como hienas hambrientas, merodean a nuestro alrededor a la espera de un momento de debilidad y flaqueza.

»Por esta singular selva pasea, mayestática, altiva y sin rumbo fijo, una Señora de negra túnica pertrechada con un afilado instrumento para segar: tarde o temprano daremos un machetazo para abrirnos paso y continuar nuestro camino y nos tropezaremos con Ella. Se detendrá y nos mirará con sus desoladas órbitas. No hay posibilidad de negociación: nos agarrará y, tras mostrarnos la utilidad de su guadaña en nuestra propia carne, nos llevará Más Allá de la selva. Se equivocan, se engañan a sí mismos, quienes dicen haberse encontrado cara a cara con La Parca y haber proseguido su camino: quizá fueron atacados por esos animales salvajes siempre acechantes; quizá importunaron a alguno de esos pacíficos insectos; quizá cayeron en alguna trampa o se hundieron en las arenas movedizas... Son peligros de los que sí se puede escapar, por supuesto, pero La Muerte... Ahora bien, no se confunda: La Señora de la Guadaña tiene un inmenso baúl repleto de disfraces: de exótica flor, de pequeño y simpático bicho, de liana aparentemente segura, de accidente geográfico, de tu mejor amigo... Su propio nombre le otorga la victoria definitiva.

»Esto es lo que yo pensaba.

»Hasta ahora.

»Los Que Esperan. Entran en la Gran Sala y juegan. Si no pierden desaparecen, pero..., ¿a qué lugar irán a parar? ¿A otra sala para jugar a otro juego que decida la suerte de Los Que Juegan en la Gran Sala? Arturo me habló de que si ganaba iría al Recinto de..., pero se quedó a medias y yo olvidé preguntarle después. ¿De qué se trataría? Al menos me ha quitado las dudas sobre la nada, que sería demasiado cruel, aunque, siendo objetivos, daría lo mismo. Nada. Y ni te enteras. Simplemente nada.

»Y los que desaparecen porque su ficha se rebela, ¿qué diablos será de ellos? Por la expresión del anciano que tuvo la desdicha de que le tocase una ficha que se rebeló, el infierno debe ser un jardín de rosas en comparación con su destino. Y los crupieres, toda la eternidad en los extremos de las mesas. Lo que me gustaría saber...

Un ruido brusco y prolongado me sacó de mis reflexiones. Seguramente fue la furia de la noche, que derribó algo. Anastasio no llegaba y yo, sin saber qué hacer, comencé a escribir estas líneas y ya estoy muy cansado. Es incómodo escribir sentado en un sofá y apoyado en un libro. Además, mi mano ya no es lo que era y mis fuerzas y vigor tampoco. Los movimientos de esta mano son cada vez más lentos y más torpes; mis deformados dedos me impiden coger el bolígrafo de un modo seguro y las violáceas venas que, como cables que no han sido enterrados, surcan mi cuerpo parecen a punto de explotar.

No tengo una respuesta cierta al por qué de este envejecimiento veloz. Quizá lo provoque la estancia en el Más Allá. Aquí, en la Tierra, envejecemos a un ritmo; dicen que viajando por el espacio se ralentiza el proceso; puede que en el Más Allá se acelere y se manifieste al regresar. Quizá lo cause el shock que produce saber lo que allá ocurre. Quizá sea el precio que hay que pagar por realizar el viaje de visita a la Gran Sala. No sé. Tampoco importa. Estoy demasiado...


V


Perdone, me quedé durmiendo en este viejo sofá con el bolígrafo en la mano. Estoy demasiado cansado, aunque no creo que sea por mi edad: aún tengo veintiún años. No, perdón: veintidós, como el número de la ficha de Arturo, olvidaba que hoy es mi cumpleaños: veintitrés de septiembre. Tres días fuera.

He puesto ese aparato infernal que escupe imágenes y sonido y en las noticias locales hablan de algo que ha ocurrido y que ha causado gran conmoción en el pueblo: en el cementerio ha aparecido semienterrado en una fosa el cadáver de un decrépito anciano. Al ver su rostro, y a pesar de la máscara de arrugas que lo cubría, me ha venido a la memoria el recuerdo de un amigo que tuve cuando era joven... Al joven encargado del cementerio, Anastasio, no lo localizan en ningún sitio y, en el sofá de su casa, hay un viejo de unos setenta años que no es de mucha ayuda, no dice ni una palabra. Entre las hipótesis que se barajan está la de que, por motivos que se desconocen, el encargado del cementerio enterró vivo al viejo y se fugó. En cuanto al viejo de la caseta..., quizá se trate, dicen, de un visitante extraviado que vio al anciano semienterrado, se asustó y se desorientó...

—Dentro de un rato —me dijeron dos policías— volveremos, le haremos unas preguntas y queremos respuestas. No trate de largarse; el jodido cementerio está rodeado por policías que buscan alguna pista.

Les pude haber firmado con mi propia sangre que no pensaba abandonar el cementerio, pero no tenía ganas de hablar con ellos. En realidad, no me apetece hablar con nadie, excepto con usted.

También hay revuelo en el pueblo porque un joven de veintidós años (y hoy es su cumpleaños, dijo la presentadora del telediario con un tono lastimero, como si a ella le importase) desapareció hace tres días y no se sabe nada de él, aunque sí que era gran amigo del enterrador; su coche estaba aparcado en la puerta del cementerio. Quizá este joven también participó en el asesinato del viejo...

La verdad es que me gustaría ver a mi familia, pero no puedo, no lo creerían. Me tomarían por un viejo loco. Imagino que usted hará lo mismo. No me creerá. No me importa, es algo que no va a cambiar nada. Eso sí, siga el consejo de un viejo prematuro que ha visto cosas que pocos mortales han contemplado, cosas reales, tan reales como que usted está leyendo estas líneas. Rebélese. Escape. Salte sobre sus cartas.

Yo me voy al Panteón del Tránsito. Voy a visitar a mi amigo Anastasio. Estará allí, esperando a que lo lleven a la Gran Sala para jugar su partida. Iré con él, a ver si tiene las cartas a su favor. Y reiré, reiré como nunca lo he hecho. Cuando Anastasio concluya su partida, yo empezaré la mía. ¿Le gustaría acompañarme? Pues venga al cementerio, busque la calavera y las guadañas cruzadas y adéntrese por el pasillo. Le estaré esperando. Claro que, seguramente, no querrá venir hasta aquí porque pensará que esto no es más que un cuento tártaro, una broma o las desvariantes divagaciones de un anciano demente. No importa. Vaya al cementerio más próximo, busque la calavera bajo la que hay dos palos con hojas afiladas, rastree los alrededores hasta encontrar una entrada escondida y adéntrese por el pasadizo. Trate de convencer a alguno de Los Que Esperan para que le invite a su partida. Probablemente no le hará ningún caso al principio: dígale entonces que usted es muy afortunado en el juego, que contagia su suerte a sus amigos. Le abrazará, usted sentirá un potente escalofrío y no le soltará hasta que haya sido llamado a jugar. De esta forma usted irá con él. ¡Ah! No olvide hacerlo de noche; sólo cuando duerme el sol se abren ciertas puertas que nos permiten contemplar lo que la luz del día oculta tras su velo. Y si tras pasearse por el cementerio no encuentra la veleta, busque al enterrador. Quizá él pueda mostrarle el camino.


VI


Estoy en el Panteón del Tránsito. Las he pasado canutas para llegar hasta aquí desde la que fue casa de Anastasio: cuando caminaba por arriba el viento me pegaba en el rostro y lanzaba arenilla contra mis jóvenes ojos viejos, me agitaba amenazando con arrastrarme, como si estuviese enfadado conmigo; bajo tierra se me ha hecho difícil respirar y me ha costado tres paradas llegar hasta aquí. Tras la puerta de madera que hay frente a mí el estrépito es insoportable, se huele la ansiedad, las ganas de jugar. Acabo de oír a Anastasio riendo a carcajada limpia y ya me está contagiando. Como esto será lo último que haga en la Tierra, y antes de que se apague el último y tenue haz de cordura que aún ilumina mi cerebro, me despido de usted con unos versos que me susurran las tétricas paredes de este fúnebre pasillo. ¡Ah! Y no lo olvide. Salte.



TROVAS DESDE LA TUMBA


Ideas informes horadan tu cráneo
procedentes del paraíso subterráneo;
son palabras aulladas por el foráneo,
la criatura de la negra túnica
cuya sombra resplandece, impúdica.
Recóndito pánico al fin florece
hundiendo tus ojos; tu mente se estremece.

Se alza la hostil tormenta despiadada,
la maldad de la tempestad presagiada,
el verdugo de la calma,
el vértigo de tu alma,
brotando de la mortaja,
desafiando a la Guadaña,
engañándola con sus artimañas,
agobiando como una faja;
con crueldad repulsiva y selecta
aterradores suplicios te inyecta
con otra composición imperfecta.

Una fétida, colérica, voz atroz;
una sepulcral y macabra palabra,
la mía,
celebra el entierro de la superstición,
festeja el hedor de la desolación...
... la fatalidad de ...,
... la realidad de ...,
... la soledad.

Tenebrosos y estridentes alaridos...
De la cripta emanan tales sonidos.
Son los bramidos salidos del abismo,
traídos a tus oídos por el seísmo
engendrado en las entrañas del averno,
creado en las marañas de mi cuaderno.

Tu esqueleto, huesos, son restos..., miseria.
Tu caja, tu ataúd, al despertar..., histeria.
La historia de tu vida, maldito,
fue el crepúsculo de otras, otro grito:
delirios dementes de calabozo,
escalofríos ingentes en el pozo...
Pesadillas demasiado reales
entre tales tinieblas espectrales.

No besaste a la Señora Decrepitud.
No miraste a los ojos al Señor Terror.
La paranoia te retuerce como un alud
y te oprime con sus garfas el pavor.

Tu tez refleja una tétrica palidez
y brilla en torno la absoluta lobreguez
adornando el paisaje,
jugando con tu viaje...

El juego de dioses.
Comienza el juego de dioses,
restallan ya las trompetas:
hora de dejar la hura
donde mora la locura,
de arrancar las caretas,
de observar que no toses:
cuando te acosa el pánico
bramas aullido agónico.

No estás ante un enigma:
esto es parte de tu estigma.

En el nicho, rumores de medianoche
confirman sufrimientos al derroche.
Agonía y angustia agrietan tu corazón,
las antorchas iluminan tu turbación,
el misterio sombrío de tu maldición.
Termitas devorando tu conciencia
van abriendo camino a tu decadencia.

Nace con la noche un titán, vendaval,
y despierta el guardián del umbral,
que no te dejará atravesar el portal
mientras tu ataque no sea letal.

Mortal es el aliento maligno,
el vapor del espíritu indigno,
y te infunde una rigidez pétrea
su hedor a miasma deletérea.

En la sala de tortura compiten clamores,
dentro de la sepultura combaten fragores;
baladros de amargas víctimas coléricas
con actividades cerebrales frenéticas,
creando imágenes que pasean como huracanes
y que destrozan fortalezas como volcanes.

Terroríficos jardines decorados con flores,
adornos artificiales, lágrimas por amores,
estertores degüellan corazones con dolores,
dagas, penas punzantes, recuerdos retumbantes;
miedos delirantes eclosionando entre semblantes:
siniestros sentimientos y lugares lúgubres
te envuelven en sus cuentos de pasajes fúnebres.

Elegante diablo de negro vestido
profanando bocas,
robando de cada una un chillido,
fundiendo rocas.

Kilos de sangre bañan el cementerio.
Rostros aterrados cumplen cautiverio.
Almas que danzan en el eterno imperio
sedientas del néctar del fugaz misterio.

Desde la tumba.



Ed. Expunctor.
Mil novecientos noventa y tantos.